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domingo, 21 de agosto de 2022

Escritos diversos

 ¿Podían los profetas en el Nuevo Testamento profetizar eventos futuros en aspectos no doctrinales?

Durante aquellos días, unos profetas viajaron de Jerusalén a Antioquía. Uno de ellos, llamado Ágabo, se puso de pie en una de las reuniones y predijo por medio del Espíritu que iba a haber una gran hambre en todo el mundo romano. (Esto se cumplió durante el reinado de Claudio). Hechos 11:27-28 Versión Nueva Traducción Viviente 

Escritos diversos

 A nosotros la obligación de practicar la paciencia no nos viene de la soberbia humana... sino de la divina ordenación de una enseñanza viva y celestial, que nos muestra al mismo Dios como ejemplo de esta virtud. Pues desde el principio del mundo Él derrama por igual el rocío de su luz sobre justos y pecadores (Mt. 5:45). Estableció los beneficios de las estaciones, el servicio de los elementos y la rica fecundidad de la naturaleza tanto para los merecedores como para los indignos. Soporta a pueblos ingratísimos, adoradores de muñecos y de las obras de sus manos; y que persiguen su nombre y a su familia(cristianos)... Estas manifestaciones de la sabiduría divina podrían parecer como cosa tal vez demasiado alta y muy de arriba. Pero, ¿qué decir de aquella paciencia que tan claramente se manifestó entre los hombres, en la tierra, como para ser tocada con la mano? Pues siendo Dios sufrió el encarnarse en el seno de una mujer y allí esperó; nacido,

no se apresuró en crecer; y adulto, no buscó ser conocido;

más bien vivió en condición despreciable. Por su siervo fue bautizado, y rechaza los ataques del tentador con sólo palabras. De rey se hace maestro para enseñar a los hombres cómo se alcanza la salvación; buen conocedor de la paciencia, enseña por ella el perdón de las culpas. “No clamará, ni alzará, ni hará oír su voz en las plazas. No quebrará la caña cascada, ni apagará el pábilo que humeare; sacará el juicio a verdad” (Is. 42:2, 3). No había mentido el profeta, antes bien testimoniaba que Dios coloca su Espíritu en el Hijo con la plenitud de la paciencia. Porque recibió a todos cuantos lo buscaron; de ninguno rechazó ni la mesa ni la casa. Él mismo sirvió el agua para lavar los pies de sus discípulos. No despreció a los pecadores ni a los publicanos. Ni siquiera se disgustó contra aquel pueblo que no quiso recibirlo, aun cuando los discípulos quisieron hacer sentir a gente tan incrédula el fuego del cielo (Lc. 9:52-56). Sanó a los ingratos y toleró a los insidiosos. Y si todo esto pudiera parecer poco, todavía aguantó consigo el traidor sin jamás delatarlo. Y cuando fue entregado, lo condujeron como oveja al sacrificio sin quejarse, como cordero abandonado a la voluntad del esquilador (Is. 53:7; Hch. 8:32). Y Él, que si hubiese querido, con una sola palabra hubiera podido hacer venir legiones de ángeles, ni siquiera toleró la espada vengadora de uno solo de sus discípulos (Mt. 26:51-53). Allí precisamente no fue herido Malco, sino la paciencia del Señor. Por cuyo motivo maldijo para siempre el uso de la espada, y le dio satisfacción a quien Él no había injuriado,

restituyéndole la salud por medio de la paciencia, madre de la misericordia. No insistiré en que fue crucificado porque para eso había venido; pero acaso, ¿era necesario que su muerte fuese afrentada con tantos ultrajes? No;

pero se le escupió, se le flageló, se le escarneció, le cubrieron de sucias vestiduras y fue coronado de las más horrorosas espinas. ¡Oh maravillosa y fiel equidad! Él, que había propuesto ocultar su divinidad bajo la condición humana, absolutamente nada quiso de la impaciencia humana. ¡Esto es sin duda lo más grande! Por esto sólo, ¡oh fariseos!, deberíais haber reconocido al Señor, porque nadie jamás practicó una paciencia semejante. La magnitud de tal y tanta paciencia es una excusa para que la gente rehúse la fe; pero para nosotros es precisamente su fundamento y su razón; y tan suficientemente clara que no sólo creemos movidos por las enseñanzas del Señor, sino también por los padecimientos que soportó. Para los que gozamos del don de la fe, estos padecimientos prueban que la paciencia es algo natural de Dios, efecto y excelencia de alguna cualidad divina. La virtud de la paciencia, cap 2 y 3, Tertuliano, siglo II. 

Escritos diversos

 Escogidos y dichosos mártires, entre los alimentos que para el cuerpo os envía a la cárcel la señora Iglesia, nuestra madre, sacados de sus pechos y del trabajo de cada uno de los fieles, recibid también de mí algo que nutra vuestro espíritu; porque no es de provecho la satisfacción del cuerpo cuando el espíritu padece hambre. (En tiempo de persecución, la Iglesia por medio de sus obispos sostenía en sus necesidades materiales a los confesores de la fe: encarcelados, perseguidos, a los que habían huido dejándolo todo ante el temor de apostatar y a los que se les habían confiscado sus bienes por ser cristianos. En una obra antiquísima, la Didascalia de los Apóstoles, escrita probablemente en Siria, antes del año 250 se lee: “Si alguno de los fieles por el nombre de Dios o por la Fe o por la Caridad fuese enviado al fuego, a las fieras o a las minas, no queráis apartar de él los ojos…

procurad suministrarle, por medio de vuestro obispo, socorros, alivios y alimento… el que sea pobre ayune y dé a los mártires lo que ahorre con su ayuno… si abunda en bienes proporcióneles de sus haberes para que puedan verse libres… porque son dignos de Dios; han cumplido en absoluto con aquello del Señor: ‘A todo el que confesare mi nombre delante de los hombres, lo confesaré yo delante de mi Padre’’’ (V, I).) Exhortación a los mártires, de Tertuliano, año 197. El comentario es de Alfonso Ropero. 

Escritos diversos

 A continuación te presento la manera en que un apologista defendía la resurrección de los muertos ante un no creyente en el segundo siglo:

Pero, puesto que el motivo de la resurrección apunta hacia un juicio, necesariamente se presentará ante el juez la misma persona que había existido, para recibir de Dios el juicio sobre sus méritos o sus deméritos. Y por tanto se harán presentes también los cuerpos, porque no puede sufrir nada el alma sola sin materia estable —es decir, la carne—; y porque lo que —según el juicio de Dios— deben sufrir las almas, lo merecieron no sin la carne, en la que lo han hecho todo. Pero «¿De qué forma» —dices— «puede la materia disgregada presentarse a juicio?». Reflexiona sobre ti mismo, hombre, y encontrarás motivo para creerlo: piensa qué has sido antes de existir; ciertamente, nada: te acordarías, si hubieras sido algo. Por tanto, tú que no habías sido nada antes de existir, que volverás a la nada al dejar de existir, ¿por qué no podrías existir de nuevo a partir de la nada, por voluntad del mismo Creador, que quiso hacerte de la nada? ¿Qué novedad te acontecerá? Tú, que no existías, has sido hecho; así una segunda vez, cuando no seas, serás hecho de nuevo. Explica, si puedes, cómo has sido creado, y entonces pregunta cómo serás hecho de nuevo. Y sin embargo, más fácilmente te convertirás en lo que fuiste alguna vez, puesto que con la misma facilidad te has convertido en lo que nunca fuiste. ¿Puede dudarse, acaso, de las fuerzas de Dios, que hizo esta mole del mundo a partir de lo que no era, del mismo modo que si lo sacara de la muerte del vacío y de la nada; que le ha dado vida por medio del soplo con el que ha dado vida a todo; y que lo ha marcado por sí mismo, como ejemplo de la resurrección del hombre, para que nos sirva de testimonio? Cada día la luz se extingue y vuelve a resplandecer y las tinieblas se retiran y avanzan alternativamente; los astros que declinan, renacen; las estaciones recomienzan cuando se acaban; los frutos se marchitan y vuelven a brotar; y lo que es más: las semillas no renacen con toda fecundidad más que después de corrompidas y descompuestas. Todo se conserva pereciendo; todo renace de la muerte. Y tú, hombre, un nombre tan importante, si te conocieras a ti mismo —aunque sea aprendiendo de la inscripción pítica — como señor de todo lo que muere y renace, ¿vas a ser el único que mueras irremisiblemente? Renacerás dondequiera que te hayas descompuesto; cualquiera que sea la materia que te haya destruido, tragado, absorbido, reducido a la nada, te devolverá. La nada misma pertenece a Aquel a quien pertenece todo. «Entonces», —preguntáis— «¿habrá que estar siempre muriendo y siempre resucitando?» Si así lo hubiera decidido el Señor de todo, a pesar tuyo sabrías por experiencia la ley de tu condición. Pero de hecho no ha decidido nada distinto de lo que ha predicho. La inteligencia que ha compuesto una unidad formada a partir de la diversidad, de forma que todo constara de sustancias contrarias formando una unidad -—de lo vacío y lo lleno, de lo animado y lo inanimado, de lo comprensible y lo incomprensible, de la luz y las tinieblas, de la vida misma y de la muerte -—, esa misma inteligencia combinó también la duración total, sometiéndola a condiciones distintas; de manera que esta primera parte, la que vivimos desde el comienzo del mundo, fluye hacia su fin con una duración temporal; en cambio la siguiente, la que esperamos, se prolongará en una eternidad sin fin. Por tanto, cuando llegue el fin y el límite que separa los dos períodos, de forma que incluso se cambiará la apariencia de este mundo temporal que se ha extendido como una cortina que oculta el designio de eternidad, entonces resucitará todo el género humano para dar cuenta de lo bueno o lo malo que hizo en este mundo, y a partir de entonces se le retribuirá por una eternidad perpetua y sin medida. Y, por tanto, no habrá ya muerte de nuevo, ni resurrección de nuevo, sino que seremos los mismos que ahora, y no otros después: los adoradores de Dios, siempre ante Dios, revestidos de la naturaleza propia de la eternidad; en cambio los impíos y los que no fueron honrados ante Dios, sufrirán el castigo de un fuego igualmente perenne, con una incorruptibilidad proporcionada por la naturaleza misma de ese fuego, que es divina. También los filósofos conocieron la diferencia entre el fuego arcano y el común. Así pues, es muy distinto el que se enciende para uso del hombre del que aparece por juicio de Dios, ya sea desatando rayos desde el cielo, ya lo vomite la tierra por los vértices de los montes; pues no consume lo que quema, sino que renueva lo que toca. Apologético capítulo 48. Tertuliano, año 197.

Nota: cuando el autor dice que la persona al morir vuelve a la nada, hace referencia al cuerpo más no al espíritu, ya que en otro lugar habla del paraíso al que llegaban los espíritus en Cristo. 

lunes, 8 de agosto de 2022

Escritos diversos

 Claramente indicamos a los que falsean nuestra doctrina que la regla de la verdad es la que procede de Cristo y ha sido transmitida por quienes le acompañaron: se puede demostrar que estas innovaciones son ciertamente posteriores a ellos. Todo lo que se opone a la verdad ha sido construido a partir de la propia verdad, y son los espíritus del error quienes han operado esta transformación. Ellos han construido semejantes falsificaciones sobre la doctrina de salvación; ellos han introducido incluso fábulas para debilitar la fe en la verdad por su parecido con ella, o incluso para atribuirse ellas mismas la fe. Consiguen con ello que se piense que no debe creerse a los cristianos, como tampoco a los poetas ni a los filósofos, o incluso que se llegue a pensar que son más dignos de crédito los poetas y los filósofos porque no son cristianos. Así pues, somos objeto de burla porque anunciamos que Dios va a juzgar. También los filósofos y los poetas sitúan un tribunal en los infiernos. Y si amenazamos con la gehenna, que es un depósito subterráneo de fuego misterioso puesto para castigo, por esta razón se carcajean de nosotros; pues también el Piriflegetonte es un rio en la morada de los muertos. Y si hablamos del paraíso, lugar de gozo divino destinado a recibir los espíritus de los santos, separado del contacto con el orbe común por una especie de muralla de fuego, los Campos Elíseos han ocupado su lugar en la creencia generalizada. Apologético capítulo 47. Tertuliano, año 197.

Escritos diversos

 Pero aún se nos acusa por otro capítulo de daños: se dice que también somos improductivos para los negocios. ¿Cómo así, unos hombres que viven con vosotros, con el mismo alimento, vestido, género de vida y las mismas necesidades vitales? Porque no somos brahmanes o gimnosofistas de la India, salvajes, ni proscritos de la vida. Recordamos que debemos agradecimiento a Dios, Señor Creador; no rechazamos ningún fruto de sus obras; sencillamente, nos moderamos para no usar de ellos sin medida o equivocadamente. Así pues, cohabitamos en este mundo sin prescindir del foro, ni del mercado, ni de los baños, ni de las tiendas, talleres, posadas, ferias y demás formas de intercambio. Navegamos también nosotros con vosotros, y con vosotros hacemos la milicia y cultivamos el campo y comerciamos. Por tanto, compartimos los oficios y ponemos nuestros productos a vuestro servicio. No sé de qué forma podemos parecer improductivos para vuestros negocios, con los que y de los que vivimos. Y, aunque no frecuente tus ceremonias festivas, también en aquel día soy un hombre. No me lavo al alba en las Saturnales para no perder la noche a la vez que el día, pero me lavo a una hora normal y sana, que me conserva el calor y el color; cuando me muera ya puedo enfriarme y palidecer tras el baño. No ceno en público en las Liberales, porque es costumbre de bestiarios que toman su última cena; pero dondequiera que cene, ceno de los recursos que tú proporcionas. No compro una corona para ceñirme la cabeza: ¿Qué te importa a ti, una vez que compro flores, cómo las uso? Me parecen más agradables sueltas, sin atar, diseminadas aquí y allá: pero también si están apretadas en una corona, aspiramos la fragancia por la nariz; ¡Allá se las arreglen los que quieran perfumarse la cabellera! No acudimos a los espectáculos, pero, si deseo las cosas que se venden en esas reuniones, las tomo con más libertad en sus lugares propios. Incienso, ciertamente, no compramos; si se quejan las Arabias, sepan los sabeos que sus mercancías sirven más, y más caras, para sepultar a los cristianos que para ahumar a los dioses. Apologético capítulo 42. Tertuliano, año 197.

Escritos diversos

 consideran que todos los desastres públicos, todas las desgracias del pueblo, desde el comienzo de los tiempos, tienen como causa a los cristianos. Si el Tíber inunda las murallas, si el Nilo no inunda los campos, si el cielo se para, si la tierra tiembla; si hay hambre, si hay epidemias, enseguida: «¡Cristianos al león!» ¿Tantos para uno sólo?. Os pregunto: antes de Tiberio, es decir, antes de la venida de Cristo, ¿cuántas calamidades cayeron sobre el orbe y la urbe? Leemos que las islas de Hiera, Anafe y Délos, y Rodas y Cos, se hundieron con muchos miles de hombres. Dice también Platón que un territorio mayor que Asia o África desapareció en el mar Atlántico; y un terremoto se tragó el mar de Corinto y la fuerza de las olas separó una parte de Lucarna, convirtiéndola en Sicilia. Cierto que estas cosas no pudieron acontecer sin daño de los habitantes. Pero ¿dónde estaban entonces, no diré ya los cristianos que desprecian a vuestros dioses, sino los mismos dioses vuestros, cuando un cataclismo destruyó el orbe entero, o —como pensó Platón— solamente las llanuras?. Son, en efecto, posteriores ellos a la calamidad del diluvio, como lo atestiguan las propias ciudades en las que han nacido y vivido, y también las que fundaron, pues no permanecerían hasta el día de hoy si no fueran posteriores a aquella calamidad. Todavía no había recibido Palestina a la multitud de los judíos a la vuelta de Egipto, ni tampoco se había establecido ya allí el que iba a ser origen del pueblo cristiano, cuando una lluvia de fuego abrasó Sodoma y Gomorra, regiones limítrofes. Todavía huele la tierra a humo, y si algún ñuto de los árboles hay allí, se ofrecen sólo a la vista, porque al tocarlos se convierten en ceniza. Tampoco la Toscana y Campania se quejaban todavía de los cristianos, cuando un fuego del cielo cubrió Bolsena, y el procedente de su propio monte a Pompeya. Todavía nadie adoraba en Roma al verdadero Dios, cuando Aníbal junto a Cannas, medía por moyos los anillos de los romanos, después de hacer una carnicería. Todos vuestros dioses eran adorados por todos, cuando los sénones ocuparon el mismo Capitolio. Y felizmente, si alguna adversidad aconteció a las ciudades, el desastre lo sufrieron tanto los templos como las murallas, de forma que tendré que concluir de ello que las desgracias no procedían de los dioses, cuando a ellos mismos les ocurrió también algo semejante. Siempre el género humano se portó mal con Dios: primero, al no cumplir sus deberes para con Él; aunque lo conocía parcialmente, no sólo no lo buscó para reverenciarle, sino que pronto se inventó otros a quienes dar culto; en segundo término, porque al no buscar un maestro para la buena conducta, ni un juez fiscalizador de la mala, creció en todo tipo de vicios y crímenes. Por lo demás, si lo hubiera buscado, hubiera llegado a conocer lo buscado, y —conociéndolo— se hubiera sometido a Él, y después de someterse, hubiera experimentado su benevolencia en vez de su cólera. Así pues, ahora debe saber que el que está ofendido es el mismo que siempre lo estuvo, antes de que existiera el nombre de cristiano. Gozaba de sus beneficios, que le concedía antes de que él se inventara dioses. ¿Por qué no va a entender que los males vienen igualmente de Aquel a quien no quiso reconocer como benefactor? El género humano es deudor de Aquel con quien ha sido también ingrato. Y sin embargo, si comparáramos con las calamidades antiguas, son más leves las que ahora acontecen, desde que el mundo ha recibido a los cristianos, que vienen de Dios. Pues desde entonces, la integridad ha atemperado las iniquidades del siglo y ha empezado a haber intercesores ante Dios. Y, por último, cuando unos inviernos estivales hacen cesar las lluvias y sobreviene la preocupación por la cosecha, vosotros, diariamente bien alimentados y dispuestos a comer, llenando constantemente los baños, tabernas y buréeles, ofrecéis sacrificios impetratorios a Júpiter, ordenáis al pueblo procesiones a pie descalzo, buscáis el cielo en el Capitolio, esperáis las nubes mirando a los artesonados, vueltos de espaldas a Dios y al cielo. En cambio nosotros, secos por los ajamos y exprimidos por todo tipo de continencia, apartados de todo goce, revoleándonos en saco y ceniza, importunamos al cielo, conmovemos a Dios, y, cuando le hemos arrancado misericordia, ¡vosotros honráis a Júpiter y dejáis de lado a Dios!. Apologético capítulo 40. Tertuliano, año 197.

Escritos diversos

 Ahora ya, voy a exponer yo mismo las actividades de la «facción» cristiana de manera que después de haber refutado las cosas malas que se nos imputan ponga de manifiesto las buenas, una vez descubierta la verdad: somos un cuerpo, porque compartimos una doctrina, por la unidad del modo de vivir y por el vínculo de la esperanza. Formamos una unión y una comunidad para asediar a Dios con ruegos, como por asalto. Esta violencia es grata a Dios. Rogamos también por los emperadores, por sus ministros y autoridades, por la situación del mundo, por la paz, por la demora del fin. Nos reunimos para comentar las Sagradas Escrituras, siempre que las circunstancias presentes nos ayudan a anunciar algo de antemano o a interpretar el pasado. Sin duda, alimentamos la fe con las santas palabras, construimos la esperanza, modelamos la confianza e igualmente damos solidez a la disciplina al inculcar los preceptos. Hay allí también exhortaciones, reprensiones, censuras hechas en nombre de Dios. Efectivamente, se juzga también con gran ponderación, como quienes están seguros de estar en presencia de Dios, y de que es éste el fallo supremo anticipado del juicio futuro, cuando alguien comete un delito tal que queda privado de la comunión de oraciones y de asambleas y de toda ceremonia sagrada. Presiden ancianos que gozan de consideración, y que han conseguido ese honor no por dinero sino por su ejemplo, porque las cosas de Dios no tienen precio, E incluso si existe una especie de caja común, no se reúne ese dinero mediante el pago de una suma honoraria, como si la religión se comprara. Cada uno aporta una contribución en la medida de sus posibilidades: un día al mes, o cuando quiere, si es que quiere y si es que puede; porque a nadie se obliga, sino que se entrega voluntariamente. Estas cajas son como depósitos de misericordia, puesto que no se gasta en banquetes, ni en bebidas, ni en inútiles tabernas, sino en alimentar y enterrar a los necesitados, y ayudar a los niños y niñas huérfanos y sin hacienda, y también a los sirvientes ancianos, e igualmente a los náufragos, y a los que son maltratados en las minas, en las islas o en prisión, con tal de que eso ocurra por causa del seguimiento de Dios; se convierten en protegidos de la religión que confiesan. Pero es precisamente la práctica de la caridad hecha así lo que ante algunos nos imprime una mancha de oprobio. «Mirad —dicen— cómo se aman», porque ellos en cambio odian; y «cómo están dispuestos a morir unos por otros», porque ellos están más dispuestos a matarse unos a otros. En cuanto al hecho de que se nos designe con el nombre de hermanos, no desbarran a mi parecer más que por razón de que, entre ellos, todo nombre de parentesco es una ficción de afecto. Por lo demás, hermanos vuestros somos también por derecho de naturaleza, madre única de todos, aunque vosotros sois poco hombres, porque sois poco hermanos. Pues ¿cuánto más adecuado es que se llamen o sean tenidos por hermanos quienes reconocen a un mismo Dios como Padre, quienes bebieron un mismo espíritu de santidad, quienes procedentes del mismo seno de idéntica ignorancia, se asombraron ante la misma luz de la verdad? Pero quizá se nos considere menos legítimos porque ninguna tragedia declama nuestra fraternidad o porque somos hermanos apoyados en bienes de familia, cosa que entre vosotros rompe la fraternidad. Así pues, quienes compartimos lo espiritual no titubeamos en tener comunidad de bienes materiales; todo entre nosotros es común, excepto las esposas. Hemos roto la comunidad en el único punto en el que los demás hombres la practican: porque no sólo toman como propias las mujeres de los amigos, sino que también dejan tranquilamente las suyas a los amigos, al parecer, según la enseñanza de sus antepasados y de sus sabios: del griego Sócrates y del romano Catón, que prestaron a sus amigos las mujeres que habían tomado en matrimonio para que también les dieran hijos a ellos. No sé ciertamente si contra la voluntad de ellas; pues, ¿qué cuidado iban a tener de una castidad que sus maridos tan fácilmente habían regalado? ¡Qué ejemplo de sabiduría ática y de gravedad romana!, lenones son el filósofo y el censor. ¿Qué tiene entonces de extraño el que tan gran caridad se manifieste en los convites? Pues también ultrajáis nuestras frugales cenas acusándolas de infame crimen y además de derroche. Así que se aplica a nosotros el dicho de Diógenes: «Los megarenses comen como si fueran a morir al día siguiente, pero construyen como si nunca fueran a morir». Pero «más fácilmente ve uno la paja en el ojo ajeno que la viga en el propio»... Nuestra cena da razón de sí por su nombre: se llama lo mismo que el amor entre los griegos(ágape). Sea cual fuere el gasto que produce, es mí ganancia hacer un gasto por motivos de piedad, ya que los pobres y los que se benefician de este refrigerio no se asemejan a los parásitos de vuestra sociedad, que aspiran a la gloria de esclavizar su libertad a instancias del vientre, en medio de gracias groseras, sino porque ante Dios tiene más valor la consideración de los que tienen pocos medios. Si es honroso el motivo del banquete, valorad, ateniéndoos a la causa, el modo en que se desarrolla: lo que se hace por obligación religiosa no admite ni vileza ni inmoderación. No se sientan a la mesa antes de gustar previamente la oración a Dios; se come lo que toman los que tienen hambre; se bebe en la medida en que es beneficioso a los de buenas costumbres. Se sacian como quienes tienen presente que también a lo largo de la noche deben adorar a Dios; charlan como quienes saben que Dios oye. Después de lavarse las manos y encender las velas, cada cual según sus posibilidades, tomando inspiración en la Sagrada Escritura o en su propio talento, se pone en medio para cantar a Dios: de ahí puede deducirse de qué modo había bebido. Igualmente, la oración pone fin al banquete. Entonces se marchan agrupados, no en catervas de malhechores, ni en pandillas de libertinos, sino con tenor modesto e intachable, como es propio no de quienes han tomado un banquete, sino una enseñanza... ¿Cuándo nos hemos reunido para la perdición de alguien? Somos lo mismo congregados que dispersos: lo mismo todos juntos que cada uno por separado a nadie hacemos daño, a nadie contristamos. Apologético. Capítulo 39. Tertuliano 

jueves, 4 de agosto de 2022

Escritos diversos

 ¿Sabías que los cristianos de los primeros siglos creían que el fin del mundo tendría lugar con la caída del imperio romano?

Pero tenemos otro motivo mayor para orar por los emperadores e incluso por la estabilidad de todo el imperio, y por los intereses romanos: sabemos que la catástrofe que se cierne sobre todo el universo y el fin mismo de los tiempos, que amenaza con horribles calamidades, se retrasan por la permanencia del Imperio romano. Así es que no queremos pasar por esa experiencia, y, en tanto rogamos que se dilate, favorecemos la continuidad de Roma. Apologético capítulo 32. Tertuliano, año 197.

Escritos diversos

 Hola mis hermanos bendiciones, les comparto este texto del siglo segundo donde muestra la comprensión que tenían en ese tiempo acerca de los demonios y su relación con los ídolos y dioses: 

En efecto, afirmamos que existen ciertas sustancias espirituales. Y no es nuevo el nombre: los filósofos saben de daemones, ya que el propio Sócrates contaba con el parecer de su daemon. ¿Y cómo no, si se dice que desde su infancia se le había adherido un demonio que le desviaba del bien?. Los conocen todos los poetas y hasta el vulgo ignorante los emplea a menudo cuando maldice. Pues también, como por una intuición inmediata de su alma, nombra a Satanás, príncipe de este maldito linaje, con acento de execración. Tampoco Platón negó que existieran los ángeles. Hasta los magos atestiguan la realidad de ambos. Pero el modo en que, de algunos ángeles corrompidos por su propia voluntad, surgió el linaje más corrompido de los demonios, condenado por Dios juntamente con sus promotores y con aquel a quien hemos llamado príncipe, se conoce por el relato de la Sagrada Escritura. Ahora bastará con exponer su forma de actuar. Su actividad consiste en destruir al hombre; así, la maldad de sus espíritus desde el comienzo se propuso la perdición del hombre. Y así, ciertamente, infligen a los cuerpos enfermedades y algunos accidentes desgraciados, y además violentan al alma con extravíos repentinos y extraordinarios. Su asombrosa penetración y sutileza les capacita para alcanzar las dos sustancias del hombre. Mucho pueden las fuerzas de los espíritus, de manera que —siendo invisibles e imperceptibles— se hacen presentes por sus efectos más que por sus acciones: cuando no sé qué oculto soplo arruina las frutas y frutos en flor, o los hace morir en germen, o los daña al crecer; o cuando el aire, viciado de modo inexplicable, expande sus emanaciones pestilente. No de otro modo el mismo respirar de los demonios y de los ángeles produce por un oscuro contagio la corrupción de la mente con locuras, vergonzosas insensateces o crueles pasiones y variados errores; entre ellos principalmente aquel que recomiendan esos dioses a unas mentes cautivadas y embaucadas para que les proporcionen los alimentos que necesitan: el olor del humo y la sangre de las víctimas ofrecidas a sus estatuas e imágenes. ¿Y qué pasto más codiciado por ellos que el apartar al hombre de la meditación sobre la verdadera divinidad mediante los engaños de la falsa adivinación? Voy a explicar cómo son éstos y cómo actúan. Todo espíritu tiene alas, tanto los ángeles como los demonios; por tanto, en un mismo momento están en todas partes. El orbe entero es para ellos un solo lugar. Con la misma facilidad que saben dónde se hace algo, lo anuncian. Su agilidad se tiene por divinidad porque no se conoce su naturaleza. A veces quieren parecer autores de aquellas cosas que anuncian; y lo son ciertamente algunas veces, cuando se trata de males; de bienes, nunca. Los decretos de Dios los conocieron en otro tiempo al proclamarlos los profetas, y ahora los captan cuando se leen en voz alta. Así, tomando de ahí algunas profecías, emulan a la divinidad robándole el don de profecía. Cuál es su talento para adecuar las ambigüedades de los oráculos a tenor de los acontecimientos, lo saben los Cresos, lo saben los Pirros. Por lo demás, el oráculo pitio anunció que se cocía una tortuga con carne de cordero y lo hizo del modo como he dicho más arriba: en un momento se había desplazado a Lidia. Por habitar en el aire y estar cercanos a los astros y en contacto con las nubes, alcanzan un saber acerca de los fenómenos celestes que van a ocurrir, de manera que incluso anuncian las lluvias que ellos ya perciben. Sin duda son benéficos con respecto a los remedios para las enfermedades; primero, en efecto, las provocan y, después, prescriben remedios novedosos o antitéticos para que se crea el milagro; así que cuando cesan de producir daño dan la impresión de que han curado. Pero ¿a qué voy a extenderme acerca de los demás ardides o incluso acerca del poder de engañar que tienen los espíritus, cuando pronuncian oráculos, cuando realizan prodigios tales como las apariciones de los Cástores y el agua llevada en una criba y la nave arrastrada por un cinturón y la barba que se enrojece al tocarla, consiguiendo, así, que se tome a las piedras por dioses y no se busque al verdadero Dios? Y bien, si también los magos producen apariciones de fantasmas, evocando las almas de los difuntos; si se somete a encanto a los niños para que profeticen; si simulan muchos prodigios a base de engaños propios de charlatanes, si también envían sueños, contando con la ayuda del poder de ángeles y demonios a los que invocan, y consiguen que profeticen hasta las cabras y las mesas, ¿cuánto más este poder se afanará en actuar según su iniciativa y en interés propio, cuando así ayuda al interés ajeno? Pero, si los ángeles y los demonios actúan lo mismo que los dioses vuestros, ¿dónde está entonces la primacía de la divinidad, a la que debe considerarse superior a todo poder? ¿No será más adecuado pensar que son ellos los que se hacen pasar por dioses, al producir efectos que obligan a que se les considere dioses, en vez de pensar que los dioses son iguales a los ángeles y a los demonios? O a lo mejor los distingue la diferencia de lugares, de manera que en los templos consideráis dioses a los mismos a quienes en otros lugares no los llamáis así; como si fuesen locuras distintas la del que sobrevuela las torres sagradas y la del que salta por encima de los tejados de la vecindad, y como si se considerase violencia distinta la del que se corta las venas de los brazos y la del que se corta la garganta. Comparable es el resultado de la locura y uno solo es el principio que provoca el atentado. Pero hasta aquí las palabras; a partir de ahora demostraremos con hechos que es una sola la naturaleza que corresponde a ambos nombres. Que se presente aquí mismo ante vuestro tribunal alguien de quien conste que está poseído por el demonio; si cualquier cristiano le ordena hablar, aquel espíritu se confesará demonio, cosa que corresponde a la realidad; del mismo modo que, en otro lugar, se confesará dios, cosa que es falsa. De igual modo, que se haga venir a alguno de los que se considera que son poseídos por un dios, uno de esos que aspirando sobre los altares absorben el poder divino por el olor, que se curan eructando, y que, jadeando, profetizan. Si esa misma virgen Celeste prometedora de lluvias, si este mismo Esculapio, inventor de fármacos que devolvió la vida a Socordio, Tanacio y Asclepiódoto, que iban a morir al día siguiente, si ellos no confiesan que son demonios, no atreviéndose a mentir a un cristiano, derramad allí mismo la sangre de aquel insolente cristiano. ¿Qué más patente que este hecho? ¿Qué más seguro que esta prueba? La sencillez propia de la verdad está por medio; su poder le asiste; no habrá lugar para la sospecha. Diríais que sucede algo mágico o alguna otra ilusión si vuestros ojos y oídos os lo permitieran. Pero ¿qué puede objetarse frente a lo que se manifiesta con desnuda sinceridad? Y si son verdaderamente dioses, ¿por qué fingen ser demonios? ¿Acaso para obedecemos? Luego entonces, vuestros dioses están sometidos a los cristianos; y de ningún modo puede considerarse como divinidad la que está sometida a un hombre; y, lo que es más deshonroso, a uno que es su enemigo. Si, en caso contrario, son demonios o ángeles, ¿por qué se atribuyen en otro lugar una actuación que corresponde a los dioses? Pues, del mismo modo que los que son tenidos por dioses no querrían llamarse a sí mismos demonios, si fueran verdaderamente dioses, es decir, no se degradarían, asimismo también, aquellos a quienes claramente conocéis como demonios no se atreverían a actuar en otro lugar como si fueran dioses, si es que existieran de verdad los dioses cuyos nombres usurpáis; porque, sin duda, temerían abusar de la majestad de quienes son superiores y temibles. Por tanto, no existe esa divinidad que sostenéis; porque, si existiera, ni sería fingida por los demonios, ni sería negada por los dioses y, puesto que coinciden una y otra parte en negar que sean dioses, reconoced que no hay más que un linaje: el de los demonios, de una y otra parte. Buscad ahora nuevos dioses, porque los que teníais por tales sabéis ya que son demonios. Pero, también gracias a nosotros, no sólo los mismos dioses vuestros os descubren que ni existen ellos ni otros semejantes, sino que también conoceréis inmediatamente quién es verdaderamente Dios; y que aquel es el iónico al que confesamos los cristianos, a quien se debe creer y adorar como está dispuesto en la fe y en el culto de los cristianos. Os dirán asimismo quién es aquel «Cristo con su leyenda»: si un hombre de común condición, si un mago, si después de la crucifixión fue robado dél sepulcro por los discípulos; si ahora, en fin, está en los infiernos, o si más bien en los cielos, de donde vendrá acompañado de un terremoto universal, con horror del orbe y con el llanto de todos, pero no de los cristianos. Poder de Dios, espíritu de Dios, inteligencia de Dios, Hijo de Dios y sustancia de Dios. Que ellos se rían con vosotros de todo lo que vosotros os reís; que nieguen que Cristo juzgará a todas las almas desde el comienzo del mundo después de resucitar sus cuerpos; que digan, si quieren, que este tribunal ha tocado en suerte, según la opinión de Platón y de los poetas, a Minos y a Radamanto. Que refuten por lo menos el oprobio de su ignominia y su condena; que nieguen que son espíritus inmundos, cosa que debió deducirse ya hasta de sus alimentos, de la sangre y el humo de las malolientes piras de animales y de las impurísimas lenguas de sus vates; que nieguen que por su malicia están ya condenados antes del día del juicio con todos sus adoradores y sus servidores. Todo este dominio y poder nuestros sobre ellos toman su fuerza del nombre de Dios que pronunciamos, y de recordarles qué castigos les va a mandar Dios por medio de Cristo, juez: porque temen a Cristo en Dios y a Dios en Cristo, se someten a los que sirven a Dios y a Cristo. Así, al tocarlos nosotros o al soplar sobre ellos, prendidos por la visión y la representación de aquel fuego, obedeciendo nuestro mandato, salen, contra su voluntad, de los cuerpos, sufriendo y enrojeciendo ante vuestra presencia. Creedles cuando dicen la verdad sobre sí mismos, ya que los creéis cuando mienten. Nadie miente para su deshonra, sino más bien para conseguir estima. Más dignos de crédito son cuando confiesan en contra suya que cuando niegan en favor suyo. Por último, estos testimonios de vuestros dioses con frecuencia han promovido nuevos cristianos: ¡cuántas veces, al creerles a ellos, hemos creído también por Cristo en Dios! Ellos mismos encienden la fe en nuestras Escrituras, ellos mismos edifican la confianza en nuestra esperanza, Les ofrecéis, según creo, la sangre de los cristianos. No querrían perderos a vosotros que les sois tan provechosos, tan serviciales, aunque no fuera más que para que no los abandonéis una vez hechos cristianos, si les fuera posible mentir ante un cristiano que quiere probaros la verdad. Apologético capítulo 22 - 23. Tertuliano, año 197.

Escritos diversos

 Sabían también los judíos que iba a venir Cristo, porque a ellos les hablaron los profetas. Pues todavía ahora esperan su venida, y no existe entre ellos y nosotros mayor diferencia que el no creer ellos que ya ha venido. Pues estaban anunciadas dos venidas suyas: una primera, que ya se ha cumplido, en la humildad de la condición humana; y una segunda, que se aguarda al fin del mundo, en la majestad del poder recibido del Padre, en la que la divinidad se manifiesta totalmente; al no comprender la primera, consideraron la segunda —en la que esperaban como más claramente anunciada— como la única. Consecuencia de sus pecados fue que no entendieran la primera quienes hubieran creído en ella si la hubieran entendido y se hubieran salvado si la hubieran creído. Apologético capítulo 21. Tertuliano, año 197.

Escritos diversos

 Ya hemos dicho que Dios creó la totalidad del mundo con su palabra, su entendimiento y su poder. También entre vuestros sabios se dice que el lógos — es decir la palabra y el pensamiento— muestra ser el artífice del Universo. Zenón lo señala como hacedor que lo ha formado todo, dándole un orden: a él se le dan los nombres de fatalidad, dios, mente de Júpiter, destino inflexible de todas las cosas. Cleantes lo atribuye todo a un espíritu del que afirma que penetra el Universo. Nosotros en cambio, a la palabra, al pensamiento y al poder por medio de los cuales afirmamos que Dios lo ha creado todo, le atribuimos una sustancia propia espiritual en la que reside la palabra cuando pronuncia, el pensamiento cuando ordena, y el poder cuando realiza. Decimos que éste procede de Dios y que ha sido engendrado por procedencia, y por tanto se llama Hijo de Dios, y Dios, por la unidad de sustancia; pues Dios también es espíritu. También cuando el rayo sale del sol es una parte del todo; pero el sol estará en el rayo porque es un rayo de sol, y no separado de la sustancia sino que se extiende, como la luz que se prende de la luz. Permanece íntegra y sin perder nada la materia matriz, aunque se tomen de ella muchos mugrones que tienen su misma cualidad. Así también lo que ha salido de Dios es Dios, e Hijo de Dios, y los dos son Uno. Así, espíritu nacido del espíritu, Dios de Dios, distinto por la medida, numéricamente distinto por el grado, no por la esencia, que procede de la matriz, sin separarse de ella. Así pues, este rayo de Dios, como antes siempre se anunciaba, descendiendo hacia una Virgen y encarnándose en su seno, nace hombre y al mismo tiempo Dios. La carne unida al espíritu se alimenta, crece, habla, enseña, actúa, y es Cristo. Apologético capítulo 21. Tertuliano, año 197.

Escritos diversos

 ... hasta el vulgo sabe ya que Cristo fue un hombre, tal y como pensaron los judíos: por lo que fácilmente se nos puede tener por adoradores de un hombre. La verdad es que no nos avergonzamos de Cristo, ya que nos agrada que se nos considere y se nos castigue en nombre suyo; pero tampoco tenemos acerca de Dios una idea diferente de la judaica. Se hace preciso, por tanto, decir algunas cosas acerca de Cristo como Dios. Esencialmente los judíos tenían una situación de privilegio ante Dios, por razón de la insigne santidad y fe de sus antepasados: de ahí que florecieran su extenso linaje y la grandeza de su reino y la gran suerte de oír la voz de Dios, con la que eran instruidos acerca del modo de agradarle y advertidos de cómo no ofenderle. Pero, cuánta ha sido la enormidad de sus culpas, ensoberbecidos por la confianza en sus padres hasta llegar al abandono de sus enseñanzas, cayendo en la idolatría, lo probaría su situación actual, aunque ellos no lo confesaran: dispersos, errantes, desterrados de su suelo y de su cielo, andan por el mundo sin rey humano ni divino, sin que se les permita poner el pie en su tierra patria, ni siquiera como extranjeros. Apologético capítulo 21. Tertuliano, año 197.