consideran que todos los desastres públicos, todas las desgracias del pueblo, desde el comienzo de los tiempos, tienen como causa a los cristianos. Si el Tíber inunda las murallas, si el Nilo no inunda los campos, si el cielo se para, si la tierra tiembla; si hay hambre, si hay epidemias, enseguida: «¡Cristianos al león!» ¿Tantos para uno sólo?. Os pregunto: antes de Tiberio, es decir, antes de la venida de Cristo, ¿cuántas calamidades cayeron sobre el orbe y la urbe? Leemos que las islas de Hiera, Anafe y Délos, y Rodas y Cos, se hundieron con muchos miles de hombres. Dice también Platón que un territorio mayor que Asia o África desapareció en el mar Atlántico; y un terremoto se tragó el mar de Corinto y la fuerza de las olas separó una parte de Lucarna, convirtiéndola en Sicilia. Cierto que estas cosas no pudieron acontecer sin daño de los habitantes. Pero ¿dónde estaban entonces, no diré ya los cristianos que desprecian a vuestros dioses, sino los mismos dioses vuestros, cuando un cataclismo destruyó el orbe entero, o —como pensó Platón— solamente las llanuras?. Son, en efecto, posteriores ellos a la calamidad del diluvio, como lo atestiguan las propias ciudades en las que han nacido y vivido, y también las que fundaron, pues no permanecerían hasta el día de hoy si no fueran posteriores a aquella calamidad. Todavía no había recibido Palestina a la multitud de los judíos a la vuelta de Egipto, ni tampoco se había establecido ya allí el que iba a ser origen del pueblo cristiano, cuando una lluvia de fuego abrasó Sodoma y Gomorra, regiones limítrofes. Todavía huele la tierra a humo, y si algún ñuto de los árboles hay allí, se ofrecen sólo a la vista, porque al tocarlos se convierten en ceniza. Tampoco la Toscana y Campania se quejaban todavía de los cristianos, cuando un fuego del cielo cubrió Bolsena, y el procedente de su propio monte a Pompeya. Todavía nadie adoraba en Roma al verdadero Dios, cuando Aníbal junto a Cannas, medía por moyos los anillos de los romanos, después de hacer una carnicería. Todos vuestros dioses eran adorados por todos, cuando los sénones ocuparon el mismo Capitolio. Y felizmente, si alguna adversidad aconteció a las ciudades, el desastre lo sufrieron tanto los templos como las murallas, de forma que tendré que concluir de ello que las desgracias no procedían de los dioses, cuando a ellos mismos les ocurrió también algo semejante. Siempre el género humano se portó mal con Dios: primero, al no cumplir sus deberes para con Él; aunque lo conocía parcialmente, no sólo no lo buscó para reverenciarle, sino que pronto se inventó otros a quienes dar culto; en segundo término, porque al no buscar un maestro para la buena conducta, ni un juez fiscalizador de la mala, creció en todo tipo de vicios y crímenes. Por lo demás, si lo hubiera buscado, hubiera llegado a conocer lo buscado, y —conociéndolo— se hubiera sometido a Él, y después de someterse, hubiera experimentado su benevolencia en vez de su cólera. Así pues, ahora debe saber que el que está ofendido es el mismo que siempre lo estuvo, antes de que existiera el nombre de cristiano. Gozaba de sus beneficios, que le concedía antes de que él se inventara dioses. ¿Por qué no va a entender que los males vienen igualmente de Aquel a quien no quiso reconocer como benefactor? El género humano es deudor de Aquel con quien ha sido también ingrato. Y sin embargo, si comparáramos con las calamidades antiguas, son más leves las que ahora acontecen, desde que el mundo ha recibido a los cristianos, que vienen de Dios. Pues desde entonces, la integridad ha atemperado las iniquidades del siglo y ha empezado a haber intercesores ante Dios. Y, por último, cuando unos inviernos estivales hacen cesar las lluvias y sobreviene la preocupación por la cosecha, vosotros, diariamente bien alimentados y dispuestos a comer, llenando constantemente los baños, tabernas y buréeles, ofrecéis sacrificios impetratorios a Júpiter, ordenáis al pueblo procesiones a pie descalzo, buscáis el cielo en el Capitolio, esperáis las nubes mirando a los artesonados, vueltos de espaldas a Dios y al cielo. En cambio nosotros, secos por los ajamos y exprimidos por todo tipo de continencia, apartados de todo goce, revoleándonos en saco y ceniza, importunamos al cielo, conmovemos a Dios, y, cuando le hemos arrancado misericordia, ¡vosotros honráis a Júpiter y dejáis de lado a Dios!. Apologético capítulo 40. Tertuliano, año 197.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario