A nosotros la obligación de practicar la paciencia no nos viene de la soberbia humana... sino de la divina ordenación de una enseñanza viva y celestial, que nos muestra al mismo Dios como ejemplo de esta virtud. Pues desde el principio del mundo Él derrama por igual el rocío de su luz sobre justos y pecadores (Mt. 5:45). Estableció los beneficios de las estaciones, el servicio de los elementos y la rica fecundidad de la naturaleza tanto para los merecedores como para los indignos. Soporta a pueblos ingratísimos, adoradores de muñecos y de las obras de sus manos; y que persiguen su nombre y a su familia(cristianos)... Estas manifestaciones de la sabiduría divina podrían parecer como cosa tal vez demasiado alta y muy de arriba. Pero, ¿qué decir de aquella paciencia que tan claramente se manifestó entre los hombres, en la tierra, como para ser tocada con la mano? Pues siendo Dios sufrió el encarnarse en el seno de una mujer y allí esperó; nacido,
no se apresuró en crecer; y adulto, no buscó ser conocido;
más bien vivió en condición despreciable. Por su siervo fue bautizado, y rechaza los ataques del tentador con sólo palabras. De rey se hace maestro para enseñar a los hombres cómo se alcanza la salvación; buen conocedor de la paciencia, enseña por ella el perdón de las culpas. “No clamará, ni alzará, ni hará oír su voz en las plazas. No quebrará la caña cascada, ni apagará el pábilo que humeare; sacará el juicio a verdad” (Is. 42:2, 3). No había mentido el profeta, antes bien testimoniaba que Dios coloca su Espíritu en el Hijo con la plenitud de la paciencia. Porque recibió a todos cuantos lo buscaron; de ninguno rechazó ni la mesa ni la casa. Él mismo sirvió el agua para lavar los pies de sus discípulos. No despreció a los pecadores ni a los publicanos. Ni siquiera se disgustó contra aquel pueblo que no quiso recibirlo, aun cuando los discípulos quisieron hacer sentir a gente tan incrédula el fuego del cielo (Lc. 9:52-56). Sanó a los ingratos y toleró a los insidiosos. Y si todo esto pudiera parecer poco, todavía aguantó consigo el traidor sin jamás delatarlo. Y cuando fue entregado, lo condujeron como oveja al sacrificio sin quejarse, como cordero abandonado a la voluntad del esquilador (Is. 53:7; Hch. 8:32). Y Él, que si hubiese querido, con una sola palabra hubiera podido hacer venir legiones de ángeles, ni siquiera toleró la espada vengadora de uno solo de sus discípulos (Mt. 26:51-53). Allí precisamente no fue herido Malco, sino la paciencia del Señor. Por cuyo motivo maldijo para siempre el uso de la espada, y le dio satisfacción a quien Él no había injuriado,
restituyéndole la salud por medio de la paciencia, madre de la misericordia. No insistiré en que fue crucificado porque para eso había venido; pero acaso, ¿era necesario que su muerte fuese afrentada con tantos ultrajes? No;
pero se le escupió, se le flageló, se le escarneció, le cubrieron de sucias vestiduras y fue coronado de las más horrorosas espinas. ¡Oh maravillosa y fiel equidad! Él, que había propuesto ocultar su divinidad bajo la condición humana, absolutamente nada quiso de la impaciencia humana. ¡Esto es sin duda lo más grande! Por esto sólo, ¡oh fariseos!, deberíais haber reconocido al Señor, porque nadie jamás practicó una paciencia semejante. La magnitud de tal y tanta paciencia es una excusa para que la gente rehúse la fe; pero para nosotros es precisamente su fundamento y su razón; y tan suficientemente clara que no sólo creemos movidos por las enseñanzas del Señor, sino también por los padecimientos que soportó. Para los que gozamos del don de la fe, estos padecimientos prueban que la paciencia es algo natural de Dios, efecto y excelencia de alguna cualidad divina. La virtud de la paciencia, cap 2 y 3, Tertuliano, siglo II.
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