domingo, 27 de noviembre de 2022

Escritos diversos

 EL IMPERIO CRISTIANO Y LA SUPRESION DEL PAGANISMO. PARTE 5.

Esto no quiere decir que el resultado de la conversión de Constantino haya sido puramente negativo. Por el contrario, el siglo que sigue a tal acontecimiento es el Siglo de Oro de la historia de la Iglesia. Personajes tales como Atanasio, Basilio el Grande, Ambrosio, Jerónimo y Agustín son testimonio de la pujanza literaria e intelectual de la Iglesia liberada del azote de las persecuciones. Las grandes basílicas y obras de arte son ejemplo del modo en que los cristianos tomaron lo mejor de la cultura conquistada y lo pusieron al servicio de su Señor. La organización eclesiástica que logró desarrollarse gracias a la protección imperial resultó ser el único poder capaz de rescatar la cultura grecorromana tras las invasiones de los bárbaros. Por último, el siglo que siguió a la conversión de Constantino vio misioneros tales como Ulfilas y Martín de Tours. Naturalmente, la conversión del Emperador planteaba problemas que hasta entonces habían sido desconocidos para la Iglesia. ¿Debía el Emperador estar supeditado a la Iglesia, o viceversa? ¿Debía el Emperador utilizar su poder en pro de los principios cristianos? ¿Cómo se entendía la responsabilidad del Emperador para con sus súbditos paganos? ¿Debía la Iglesia utilizar su influencia sobre el Emperador para lograr un orden social más justo? ¿Podían los cristianos aceptar privilegios de parte del Estado? ¿Implicaría una traición a los principios evangélicos el dejar de ser la Iglesia perseguida para convertirse en la Iglesia apoyada en el poder imperial? Todos éstos son problemas a que la Iglesia de los siglos cuarto y siguientes tuvo que enfrentarse. Son también problemas harto difíciles, pues en cada caso existen fuertes argumentos en pro de soluciones contradictorias. Si el Emperador utilizaba su poder a favor de sus principios cristianos, se corría el peligro de que la Iglesia llegase a fundamentar su esperanza, no en Dios, sino en su poder político y económico. Si, por el contrario, el Emperador separaba su fe de su oficio de gobierno, esto implicaba que su fe quedaba reducida a un aspecto de su vida, que era una fe parcial que podía ser restringida a alguna fase de la vida humana, excluyéndola de las demás. Luego, ni una ni otra solución era adecuada, y se hacía difícil determinar qué debían hacer la Iglesia y el Estado ante la conversión del Emperador. Empero una cosa resultaba clara e indudable: la conversión del Emperador, como la conversión de todo ser humano, debía ser recibida con regocijo por los cristianos, a pesar de los problemas -a    menudo insospechados- que tal conversión podría plantear. Historia de las misiones. Justo L. González 

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