jueves, 28 de julio de 2022

Escritos diversos

 Estas son algunas acusaciones que se les hacía a los cristianos en el siglo segundo, narrado por el apologista tertuliano:

si es verdad que somos tan dañosos, ¿por qué razón vosotros mismos nos tratáis de modo distinto que a nuestros semejantes -los demás delincuentes- siendo así que debería darse el mismo tratamiento a quienes son igualmente culpables?. Cuando otros son acusados de los crímenes de los que se nos acusa a los cristianos, pueden defenderse personalmente o pagando a un defensor para probar su inocencia; se les ofrece la oportunidad de replicar, de impugnar, ya que no es en absoluto licito condenar a nadie sin oir su defensa. Solamente a los cristianos se les impide dar a conocer lo que podría refutar la acusación, defender la verdad e impedir que la actuación del juez sea injusta; lo único que se pretende es satisfacer un odio público: conseguir la confesión de un nombre, no investigar un crimen. Cuando procesáis a algún delincuente, no estáis dispuestos a pronunciar sentencia inmediatamente después de que el acusado se confiese homicida, o sacrilego, o culpable de incesto, o enemigo público (por no citar más que los delitos de los que se nos inculpa), sino que averiguáis las circunstancias, el carácter del hecho, el número, el lugar, el modo, el tiempo, quiénes son los testigos y los cómplices. Cuando se trata de nosotros no hay nada de esto, y eso que sería muy interesante conseguir por medio de torturas la confesión de aquello de lo que falsamente se nos acusa: saber cuántos infanticidios ha saboreado cada uno, cuántos incestos ha cometido aprovechando la oscuridad, qué cocineros, qué perros han estado presentes. ¡Qué gloria la del gobernador que descubriera a alguno que ya se hubiera comido cien niños! Pero en cambio, tenemos pruebas de que incluso se ha prohibido que se nos busque. Pues Plinio Segundo, cuando era gobernador, después de condenar a algunos cristianos y de haber hecho renegar a otros, desconcertado sin embargo por lo crecido del número, consultó al emperador Trajano la conducta a seguir en adelante, diciendo que —aparte de la obstinación en no ofrecer sacrificios— no había descubierto nada de su actividad religiosa, sino solamente que se reunían antes del amanecer para cantar alabanzas a Cristo como a Dios y vincularse a unos principios que les prohibían el homicidio, el adulterio, el fraude, la traición y los demás crímenes. Entonces Trajano respondió por escrito que no se les buscara, pero que (si se les llevaba al tribunal) había que castigarlos. ¡Extraña decisión, forzosamente perturbadora! Dice que no se les debe buscar, como inocentes que son, y ordena que se les castigue como a culpables. Perdona, y se ensaña; pasa por alto, y castiga. ¿Por qué te contradices a ti mismo en tu dictamen? Si los castigas, ¿por qué no los buscas también? Si no los buscas, ¿por qué no los perdonas?... ¿Qué decir del hecho de que a la mayoría les ciega el odio? Hasta tal punto que, al hablar bien de algún cristiano, añaden al reproche del nombre: «buena persona Gayo Seyo, sólo que es cristiano». Y otro: «me admira que Lucio Ticio, un hombre prudente, de pronto se haya hecho cristiano». Nadie piensa en cambio que la razón de que sea bueno Gayo y prudente Lucio es el ser cristiano; o que es cristiano porque es prudente y porque es bueno... Otros llenan de infamia a quienes tenían por frívolos, despreciables o malvados antes de su conversión, cuando los alaban: la ceguera de su odio les obliga a dar contra su voluntad una opinión favorable. «Aquella mujer tan lasciva, tan ligera; aquel muchacho tan amante del juego, tan enamoradizo: ahora se han hecho cristianos». Así se atribuye al nombre de cristiano la enmienda. Algunos sacrifican incluso sus propios intereses a este odio; soportan un daño con tal de no tener en casa lo que odian. A la mujer que ya es honrada, el marido, que ya no tiene celos, la arroja de su casa; al hijo que ya es dócil, el padre, que antes lo había soportado, lo deshereda; al esclavo que se vuelve fiel, su señor, en otro tiempo afable, lo hace apartar de su vista. Todo el que se enmienda por esta causa incurre en culpa. ¡El bien no pesa tanto como el odio hacia los cristianos!. Capítulos 2 y 3 Apologético. Tertuliano año 197. 

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