domingo, 21 de agosto de 2022

Escritos diversos

 A continuación te presento la manera en que un apologista defendía la resurrección de los muertos ante un no creyente en el segundo siglo:

Pero, puesto que el motivo de la resurrección apunta hacia un juicio, necesariamente se presentará ante el juez la misma persona que había existido, para recibir de Dios el juicio sobre sus méritos o sus deméritos. Y por tanto se harán presentes también los cuerpos, porque no puede sufrir nada el alma sola sin materia estable —es decir, la carne—; y porque lo que —según el juicio de Dios— deben sufrir las almas, lo merecieron no sin la carne, en la que lo han hecho todo. Pero «¿De qué forma» —dices— «puede la materia disgregada presentarse a juicio?». Reflexiona sobre ti mismo, hombre, y encontrarás motivo para creerlo: piensa qué has sido antes de existir; ciertamente, nada: te acordarías, si hubieras sido algo. Por tanto, tú que no habías sido nada antes de existir, que volverás a la nada al dejar de existir, ¿por qué no podrías existir de nuevo a partir de la nada, por voluntad del mismo Creador, que quiso hacerte de la nada? ¿Qué novedad te acontecerá? Tú, que no existías, has sido hecho; así una segunda vez, cuando no seas, serás hecho de nuevo. Explica, si puedes, cómo has sido creado, y entonces pregunta cómo serás hecho de nuevo. Y sin embargo, más fácilmente te convertirás en lo que fuiste alguna vez, puesto que con la misma facilidad te has convertido en lo que nunca fuiste. ¿Puede dudarse, acaso, de las fuerzas de Dios, que hizo esta mole del mundo a partir de lo que no era, del mismo modo que si lo sacara de la muerte del vacío y de la nada; que le ha dado vida por medio del soplo con el que ha dado vida a todo; y que lo ha marcado por sí mismo, como ejemplo de la resurrección del hombre, para que nos sirva de testimonio? Cada día la luz se extingue y vuelve a resplandecer y las tinieblas se retiran y avanzan alternativamente; los astros que declinan, renacen; las estaciones recomienzan cuando se acaban; los frutos se marchitan y vuelven a brotar; y lo que es más: las semillas no renacen con toda fecundidad más que después de corrompidas y descompuestas. Todo se conserva pereciendo; todo renace de la muerte. Y tú, hombre, un nombre tan importante, si te conocieras a ti mismo —aunque sea aprendiendo de la inscripción pítica — como señor de todo lo que muere y renace, ¿vas a ser el único que mueras irremisiblemente? Renacerás dondequiera que te hayas descompuesto; cualquiera que sea la materia que te haya destruido, tragado, absorbido, reducido a la nada, te devolverá. La nada misma pertenece a Aquel a quien pertenece todo. «Entonces», —preguntáis— «¿habrá que estar siempre muriendo y siempre resucitando?» Si así lo hubiera decidido el Señor de todo, a pesar tuyo sabrías por experiencia la ley de tu condición. Pero de hecho no ha decidido nada distinto de lo que ha predicho. La inteligencia que ha compuesto una unidad formada a partir de la diversidad, de forma que todo constara de sustancias contrarias formando una unidad -—de lo vacío y lo lleno, de lo animado y lo inanimado, de lo comprensible y lo incomprensible, de la luz y las tinieblas, de la vida misma y de la muerte -—, esa misma inteligencia combinó también la duración total, sometiéndola a condiciones distintas; de manera que esta primera parte, la que vivimos desde el comienzo del mundo, fluye hacia su fin con una duración temporal; en cambio la siguiente, la que esperamos, se prolongará en una eternidad sin fin. Por tanto, cuando llegue el fin y el límite que separa los dos períodos, de forma que incluso se cambiará la apariencia de este mundo temporal que se ha extendido como una cortina que oculta el designio de eternidad, entonces resucitará todo el género humano para dar cuenta de lo bueno o lo malo que hizo en este mundo, y a partir de entonces se le retribuirá por una eternidad perpetua y sin medida. Y, por tanto, no habrá ya muerte de nuevo, ni resurrección de nuevo, sino que seremos los mismos que ahora, y no otros después: los adoradores de Dios, siempre ante Dios, revestidos de la naturaleza propia de la eternidad; en cambio los impíos y los que no fueron honrados ante Dios, sufrirán el castigo de un fuego igualmente perenne, con una incorruptibilidad proporcionada por la naturaleza misma de ese fuego, que es divina. También los filósofos conocieron la diferencia entre el fuego arcano y el común. Así pues, es muy distinto el que se enciende para uso del hombre del que aparece por juicio de Dios, ya sea desatando rayos desde el cielo, ya lo vomite la tierra por los vértices de los montes; pues no consume lo que quema, sino que renueva lo que toca. Apologético capítulo 48. Tertuliano, año 197.

Nota: cuando el autor dice que la persona al morir vuelve a la nada, hace referencia al cuerpo más no al espíritu, ya que en otro lugar habla del paraíso al que llegaban los espíritus en Cristo. 

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